¿Cuántas personas he conocido a lo largo de mí vida? Ni puta
idea; demasiadas, probablemente. ¿Y cuántos amigos he tenido? Tampoco lo sé,
pero supongo que no muchos, porque nadie tiene muchos amigos (estoy hablando de
amigos de verdad, claro, no de meros conocidos). Ya puestos a preguntar,
¿cuántos amigos he perdido? Pues..., la mayor parte, creo. Es curioso eso de la
amistad; no sabes cuándo surge ni sabes cuándo desaparece. Durante un tiempo,
mantienes una relación muy estrecha con alguien; luego, de pronto, empiezas a
distanciarte sin saber por qué, sin darte cuenta siquiera de que está
sucediendo, y un buen día descubres que ese gran amigo tuyo sólo es pasado.
¿Por qué sucede esto? No lo sé; por mil motivos, imagino. Las vidas toman
rumbos distintos, la gente evoluciona, las circunstancias cambian...
A decir verdad, muchos de los amigos que pierdes acaban
difuminándose, convertidos en reliquias emocionales perdidas en algún recoveco
de la memoria. Pero otros..., otros no se van nunca, se obstinan en permanecer;
dejas de verles durante décadas, pero siguen dentro de ti, de algún modo
siempre presentes.
Sin lugar a
dudas los dos momentos más trágicos de mi infancia fueron, cuando me caí desde
un quinto piso, y la larga y tremenda cadena de adversidades en la salud que
durante un año, sufrió mi padre.
Tener hijos no es, con toda seguridad, el estado ideal de
individuo. Precisamente porque lo primero que se pierde es ese sentido de la
individualidad a favor del recién venido
a este cochino mundo. Todo ahora girara en torno a esos pequeños monstruos
egoístas que todo lo reclaman y que nada lo agradecen. (Asumo que yo he pasado
por esa etapa también. Un día fui un regordete bribón).
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